Alejandro Labaka en el paraíso

Miguel Ángel Cabodevilla OFMCap
[Memoria]
Alejandro Labaka en el paraíso
Me preparo para morir
al borde de un sueño,
como el mártir se prepara para morir
de nuevo.
Mahmud Darwish
 
De entre todas las páginas dedicadas a la evocación de Alejandro, sin duda la más sentida es ésta que escribí apenas un año después de su muerte. Era mi primer viaje a los grupos waorani del Yasuní, su familia; lo hacía con un motorista que había acompañado alguno de los viajes de mi compañero fallecido. Fue mi cicerone.
 
Incluso ahora, tantos años después, al releer esta página puedo revivir con gran claridad aquellos momentos. No solo veo las imágenes de entonces; siento los olores de aquel río, bañado en sol y sonidos. Nos detuvimos en esa hermosa playa presidida por la imponente samona. Sobre la falca de la canoa, atrapado por el instante, escribí estas palabras, que más tarde incorporé a mi diario con muy pocas correcciones.
 
El sol apretaba a mediodía, nos asediaban los sonidos de la selva y los mosquitos. En la playa había un hervor de mariposas. El río estaba muy bajo y apenas se percibía su murmullo. De pronto se soltó una brisa inesperada, ¡y el aire se llenó de lentos copos de algodón! Un instante mágico para alguien que ama la nieve. 
 
El aire se pobló, inmediata e irreparablemente, de recuerdos…  

 
Al releer esta simple página, evoco de nuevo a Alejandro. Su talla humana, espiritual. Hay atletas por origen, por genes; las facultades les han sido dadas. Otros, pueden o no tenerlas en grado estimable, pero, en todo caso, se han entrenado a fondo. Alejandro, era un atleta espiritual, en ambos sentidos, por facultades congénitas y por un duro entrenamiento. Un testigo bien entrenado.
 
Samona Playa *(Agosto, 1988)
 
Aquí, donde el Yasuní se adormece tanto que sus aguas indecisas forman casi una laguna, Alejandro, nuestro amigo y obispo desaparecido, soñó alguna vez creyendo ver un paraíso. 
 
Sí, hay motivos para la ilusión. Con el río bajo, la playa asoma su lomo blanco, calcinado por el sol. Algunos lagartos dormitan aún, prestando su figura prehistórica para este encantamiento del Edén desconocido. Todavía reposan las boas los instantes sin tiempo y hasta las garzas pasean gustosas el interrogante de su perfil sobre la arena. Es un embrujo. Detrás, la samona vigila, alzando bien arriba la cabeza, que ahora tiene un suave hervor verde de hojas nacientes. Hay un millón de voces animales en el aire buscando interlocutores o intérpretes y, evidentemente, aquí sólo falta Adán pues el jardín está en su punto.
 
Cuando descubrió al primer huao, Alejandro lo llamó Adán y contempló a su familia como recién salida de las manos de Dios. Ahí estaba ese ser, ante él; lo más parecido a la inocencia. Claro, en seguida vio que había alguna que otra serpiente y posiblemente ya conocían el sabor de la manzana. Vivían cerca de Dios, mas sentían miedo; se llamaban tal vez Caín y Abel. Eran buenos, pero no ángeles; eran hombres. No es otra cosa la bondad. Alejandro dijo: 
Si vivimos junto a ellos, les contagiaremos nuestros pudores. Por tanto, levantaremos aquí en Samona playa, a medio camino entre Ahuemuro y Taparon Anameni, tres tiendas: una para la familia quichua que compartirá nuestra vida, otra para las religiosas, y otra para mí. 

 
No sé si sabría qué decía, pues él mismo confesaba estar fascinado. Era una revelación; veía a unos hombres transfigurados. Su vida, costumbres, la selva con la que vivían en paz, eran tan simples y armoniosas que todo parecía posible. En cualquier momento podía aparecer Dios conversando en la brisa del atardecer. De modo que no le sorprendió demasiado el oír que Dios mismo le dijera: 
¿Por qué te has vestido?, ¿quién te dijo que cargaras con ese pesado fardo de infinitas prohibiciones?
 
Alejandro, que ya iba para obispo, comenzó trabajosamente a desnudarse. Así reparó en el bienintencionado absurdo de su atuendo, con infinitos cánones, ortodoxias o filacterias y, al mismo tiempo, comprobó que los hábitos adquiridos sí hacen al monje. Apenas era ya posible quitarse ciertas convicciones, tan superfluas en la selva como pueda serlo un manípulo. Por eso solía decir, entre el humor y el desaliento: 
? Los verdaderos misioneros entre los indígenas han de llegar en familia, por ellos mismos y por los nativos. Un hombre solo no es nadie en estas soledades y resulta una gran violencia. Si fuera más joven, puede que me pareciera más a los misioneros protestantes. 
 
 
Aquí, en Samona playa, comenzó aquella epifanía. La faz de Dios parecía más transparente en el rostro huao; el evangelio podía de nuevo ser noticia o novedad entre este radical pueblo amazónico. Nuestro compañero soñó…
 
Ahorita miro la playa y veo las innumerables mariposas de colores, con ellas revolotean los recuerdos. Incluso los ceibos se prestan a esta evocación abriendo sus frutos. ¡Flotan tan dulcemente los copos de algodón por el aire como la nieve de la niñez en Euskadi!
 
Este instante es mágico, porque tiene tu ilusión, tu inocencia, tu nombre, Alejandro.
 

*.  Samona Playa o Playa de la Samona, fue el lugar escogido por el obispo Alejandro para establecer un puesto misionero que ayudara a los huaorani; mas pensó que no deberían vivir entre ellos, para evitar muchos influjos del contacto directo, sino a cierta distancia y acompañados de alguna familia runa; el lugar sería, por ejemplo, esa playa de arena en cuyo centro se alza una gran samona, situada a medio camino entre Ahuemuro y Garza Cocha, dentro del río Yasuní. La aceleración de las transformaciones entre los clanes huaorani, entre otras circunstancias, impidieron el inicio de esa estación misionera.

 
 
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