Un puente llamado Alejandro

Treinta años no pasan de balde. Dicen que el tiempo humano, lo que podemos llamar cultura, corre cada vez más rápido. No es ya un deslizamiento, sino, en muchas ocasiones, una avalancha, un tsunami. Me pongo a considerar qué ha hecho el tiempo con una noticia que, hace treinta años, fue absolutamente inaudita: un obispo católico (Alejandro Labaka Ugarte, un hermano capuchino) moría, en la amazonia ecuatoriana, lanceado por indígenas sin contacto. Y qué puede decir, si todavía tiene voz, el recuerdo de Alejandro para este momento, tres decenios después.

Un puente llamado Alejandro

Si uno observa esa región amazónica donde se produjo la muerte, si mira sus formas de vida y costumbres actuales, parecería que un ciclón pasó por allí, devastando, pero también levantando un paisaje distinto, una sociedad inesperada. La nación extrajo de esa tierra miles de millones de dólares y, en parte, también la transformó. Todo Ecuador ha vivido y ha crecido en este tiempo preferentemente de la renta petrolera; ese peligroso maná se extraía en tierras indígenas.  El negocio petrolero llevó a esa zona a cientos de miles de personas, con una u otra ocupación; la mayoría vivía de las migajas que caen de la opulenta mesa servida para muy pocos. La invasión humana resultante trastornó los territorios indígenas y a los mismos grupos nativos sometiéndolos a una aculturación atropellada. En resumen, pocos reconocerían hoy la tierra y la gente de hace 30 años. Así que el tiempo cumplió ahí su vertiginoso cometido.

En cambio, constato que parece haberse detenido en el punto cardinal. El problema por el que murió nuestro hermano (la defensa de los grupos indígenas ocultos en la selva) sigue en pie. Ecuador, su sociedad, sus Gobiernos (si queremos, su Iglesia), ¡ha sido incapaz de resolverlo en 30 años! Este mismo mes de junio/2017 ha habido una pública denuncia en Quito, firmada por varias instituciones, a causa de invasiones, tala ilegal de madera y otras fechorías impunes dentro del territorio que recorren los grupos ocultos supervivientes. Seguimos en parecidas circunstancias por las que Alejandro creyó su deber arriesgar (y entregar) la vida. Es un dato último, pero recuerdo bien, porque lo viví de cerca, otros muchos y gravísimos atentados en estas tres decenas de años: numerosos indígenas asesinados, violación sistemática de su territorio por agentes privados o públicos… Los avances en protección han sido mucho menores que la rapiña de su entorno. En definitiva: los escasos supervivientes selváticos no están mucho mejor protegidos que ayer. Así que, en este aspecto, parece no haber pasado treinta años. 

¿Cuál es la razón de que el tiempo transformara de tal manera la tierra y sociedad amazónica en torno a Coca y haya hecho tan poco en la protección de sus dueños más antiguos? Se podría comprender bastante bien con la parábola del puente.

La ciudad de Coca, capital de la Provincia de Orellana, está cortada en dos por el gran río Napo. Hasta los años 60 del pasado siglo, cuando Alejandro llegó allí, la margen derecha era tierra incontestada de los huaorani, nadie más arriesgaba a vivir allí. El río era la frontera infranqueable. A comienzos de los 70 llegó la explotación petrolera y con ella el caos de una violenta creación humana. Se trazó un puente sobre el Napo, la carretera invadió una tierra de indios y los hizo retroceder más de cien kms. Su oposición fue vencida sin paliativos; la mayor parte de ellos aceptaron, de la peor gana, ser reducidos. Bastantes de ellos fueron sumariamente liquidados.

En tal situación es cuando emerge la figura magnífica de Alejandro. Él, contra viento y marea, es decir, frente a los rusonianos que hablaban de un inexistente buen salvaje que debía campar a sus anchas en la selva o ante los supuestos patriotas que defendían a sangre y fuego la conquista de la selva para el desarrollo del país (patente, sobre todo, en el abultamiento de sus bolsillos), defendió la obligatoriedad de un pacto de paz de la nación con los indios no contactados, poseedores de la tierra. Por tanto, decía, no había que atropellar sino acercarse a ellos, conocer su situación, defender su vida y derechos. O sea, tratar de hacer compatibles ambas necesidades: la necesidad nacional de acceder a un recurso tan valioso y el derecho a la vida y tierra de sus habitantes primigenios. En definitiva, predicaba y practicaba un tiempo bíblico: podrá convivir el león con el cabrito, el huao con el ingeniero petrolero, el niño indígena podrá meter la mano en el escondrijo de la serpiente, esto es, en los ominosos y mortales derrames del llamado oro negro. ¿Era posible tanta felicidad?

El capuchino no era un ingenuo, sino hijo de campesinos vascos muy pegados a la realidad. Sabía muy bien lo alejadas entre sí que estaban esas márgenes del río. Pero él era un obispo, un pontífice, un hacedor de puentes. Por tanto, nunca dejó (para demostrarlo ahí están sus escritos, cartas, peticiones, denuncias, Crónicas Huaorani) de recorrer ambas riberas: las del Gobierno y compañías petroleras que utilizaban la amazonia como su patio trasero, extrayendo de allí riqueza y amontonando miseria, pero también la cercanía de los mismos huaorani, con quienes convivió duramente, aprendió su lengua y costumbres, trató de entender y defender hasta el final. De hacerle caso a él, sabemos que sufrió mucho más en los salones oficiales (desprecios, sonrisas de conmiseración, constantes incumplimientos) que en las cabañas huaorani, pero nunca pensó en abandonar ambos márgenes. Porque él creía que la sociedad humana debe ser capaz de unir esas distancias.

El año 1971 los petroleros tendieron, en Coca, un puente sobre el Napo. Para sostenerlo, tenía una estructura de abundantes tensores de hierro, quizá tantos como intentos había hecho Alejandro por sustentar un diálogo que se revelaba muchas veces imposible. Y lo fue. El puente podía ser, un instrumento de conquista o también una mano tendida. Fue mucho más lo primero. Con ocasión de la conmoción popular tras la muerte del obispo, tan querido en la ciudad, el Municipio de Coca acordó ponerle su nombre al puente. Los munícipes hicieron un discurso muy sentido y sentimental para la ocasión, pero ni siquiera avanzaron a colocar la placa conmemorativa en su lugar. Sin duda, ocupaciones más urgentes se lo impidieron. Había que tener en cuenta a la mayoría que es la que trae el maná de los votos. La invasión de tierras se intensificó al mismo tiempo que crecieron las muertes violentas de los angustiados indígenas. 

Años después, la parábola se ha completado cuando han desmantelado y retirado el viejo Puente Alejandro. Era ya demasiado angosto para la intrusión creciente e imparable de la extracción petrolera. Por supuesto, al nuevo no le han mantenido el apelativo del hombre que incluso se tendió, clavado por lanzas en el suelo selvático, queriendo ser una pasarela de vida entre unos y otros, tan iguales y lejanos. El actual es un puente regio y de nombre de lo más superfluo, pues basta mirar desde allí: El majestuoso río Napo. En todo caso, se ve de inmediato que no está hecho por un pontífice, un conciliador de extremos, sino por implacables pontoneros que construyen pasos de asalto y conquista, aunque ellos le llamen progreso.

A Alejandro, con el tiempo, le han negado en Coca y en Quito, su extraordinaria condición de ciudadano ecuatoriano y amigo de todos. Icono, siendo de fuera, de una nación que no acaba de aceptar dentro de sí sus múltiples sangres y presencias humanas. Por su parte, la Iglesia tampoco termina de reconocerle como un símbolo magnífico, como un mártir. Uno y otro olvido son deplorables, probablemente también mezquinos. A él no le quitan ninguna grandeza, pero sí a los que lo ignoran. Las sociedades, civil o eclesiástica, no están sobradas de tales arquetipos. 

Dicen que la Iglesia está hilando muy fino, aproximadamente como en el sexo de los ángeles, si su muerte fue o no martirial. Pero antes de ser una manera de morir, el martirio es una forma de vida. Ser mártir es ser testigo. Y somos testigos ante todo por nuestra forma de vida. En la Iglesia llamamos de ordinario mártires a quienes han seguido tan fielmente el Evangelio que lo han vivido hasta el punto de aceptar la muerte para ser fieles al mismo hasta el final. Su testimonio y su martirio han consistido en su manera de vivir, que es lo decisivo, antes de consistir en su manera de morir. 

Miguel Ángel Cabodevilla
Capuchino

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