Un refugio en el Convento

Tras el Cristo de Medinaceli, los capuchinos de Madrid acompañan a decenas de subsaharianos en sus primeros pasos en Madrid. Diez de ellos ocupan desde septiembre la casa donde los frailes vivían en el barrio de Usera, entre el colegio y la parroquia que dirigen.

Un refugio en el Convento

 

Es primer viernes de marzo, por la tarde, y las calles aledañas a la basílica de Medinaceli en Madrid siguen, a pesar del mal tiempo, abarrotadas de personas que quieren besar los pies a Jesús, cumpliendo así una tradición popular de la que no se abstraen ni siquiera los reyes. Felipe VI, rodeado de flashes, había entrado a primera hora por la puerta principal del templo para venerar al Cristo. La misma que cruzó un grupo de subsaharianos -sin esperar colas y con el único objetivo de Alfa y Omega pendiente de ellos-que Medinaceli cobija bajo su manto todas las tardes en los locales anexos a la basílica desde 2016 a través del Programa África que gestiona Sercade, la ONG de los padres capuchinos y que heredó de un recurso de emergencia de Cáritas Madrid.




 

Antes de ponerse delante de Jesús y de besar sus pies, Benjamín Echeverría, provincial de los Capuchinos, explica a los jóvenes africanos la historia del Cristo, con el que ellos tienen muchas cosas en común ya que, de algún modo, recrea su viaje hasta llegar a España. Llevada a Marruecos desde Sevilla por los capuchinos, la imagen acabó en manos del sultán, que la sometió a todo tipo de vejaciones y humillaciones públicas hasta que un día la vendió por 30 monedas. Y desde ese momento inició un viaje que le condujo por Tetuán, Ceuta, Gibraltar y Sevilla, justo antes de llegar a Madrid, donde la recibió todo el pueblo. Por eso se le conoce como el Cristo rescatado o viajero.

-Esta imagen sufrió mucho, como el mismo Jesús durante su vida, dice uno de los jóvenes justo después de la visita.

-Como vosotros, responde el padre Benjamín.




 

El grupo se disuelve y Benjamín Echeverría cuenta que aunque los focos se hubiesen puesto en la visita real, la de Medinaceli es «una casa abierta a todos», también a los más vulnerables, a los últimos. Los jóvenes se incorporan a las actividades del Programa África en los locales citados, donde estudian español como actividad fija todos los días; donde reciben atención sanitaria, jurídica…, y acuden a encontrarse con otros, ver la televisión, tomarse un café o percutir sus tambores con ritmos africanos o conectarse a Internet, entre otras actividades. Todo gira en torno al salón, como en cualquier casa. «Es un recurso para gente recién llegada, chicos que han cruzado por Ceuta y Melilla y acaban en centros de acogida en Madrid», explica Carmen Cabrillos, directora del programa. Ella ve pasar cada día a decenas de chicos con el sueño de una vida mejor, con esperanza, pero también a jóvenes muy castigados, que han sufrido mucho y que se están planteando volver a su país, porque «ya no pueden más».

Aunque los recursos son limitados, la implicación del voluntariado hace que el trabajo salga adelante. «Unos van trayendo a otros», dice Carmen, que añade que entre ellos hay vedrunas, distintos colectivos sociales, universitarios, jubilados…




 

La otra pata del programa es la residencia, alojada en un antiguo convento, entre la parroquia del Sagrado Corazón y el colegio del mismo nombre en el barrio de Usera, que gestionan los padres capuchinos. Un convento que se quedó vacío al reagrupar varias fraternidades de los capuchinos y al que se decidió dar un uso social, al igual que a otros inmuebles que pertenecen a la orden y se han cedido a iniciativas como Proyecto Hombre. El espacio estaba destinado en un principio a la acogida de refugiados, aunque el retraso en el cumplimiento de los compromisos del Gobierno de España hizo que se le diera otro uso. Aunque ambos destinos –el previsto y el final– se cruzan en muchos puntos. El recurso lo dirige un laico vinculado a los padres capuchinos que vive en una vivienda pegada al convento.

Es lunes, el siguiente al besapiés de Medinaceli, y son las 17 horas. El Colegio Sagrado Corazón, pegado a la carretera que lleva a Toledo, bulle. Niños que corren al encuentro de sus padres o abuelos equipados con el preceptivo bocadillo y el paraguas, porque amenaza lluvia. Una puerta, junto a la fachada de la parroquia, hace de distribuidor. A la derecha, el centro educativo; a la izquierda, el templo; de frente, el convento. Georges (30), de Camerún, nos recibe con una sonrisa y nos muestra la casa, dividida en dos plantas: arriba, las habitaciones; abajo, las zonas comunes (lavandería, cocina, comedor, salón y biblioteca). Llama a Stanis (22), también procedente de Camerún aunque con raíces en República Centroafricana. Ambos llegaron a España tras cruzar en patera desde Marruecos a Almería.

«Tuve que pagar –cuenta Georgesuna cantidad importante de dinero para poder llegar a España y no nos lo aseguraban. Podíamos morir en el intento como muchos amigos míos, pero no podía volver atrás. En África no tenía ningún futuro, así que me arriesgué como tantos lo hacen. Preferimos morir en el mar que no intentarlo», cuenta. A pesar de que su país no es de los más conflictivos de África, George confiesa que no hay oportunidades para los jóvenes, que se ven obligados salir. Y el camino no es fácil. Él tuvo que atravesar la selva, el desierto –«he visto morir gente allí», cuenta–, y luego cruzar países como Argelia o Marruecos donde los migrantes no son bien recibidos, donde vivió el horror de ver cómo violaban a una mujer embarazada.

Jóvenes perfectamente integrados.
 


 

 

Hoy, dentro de lo que cabe, tanto Georges como Stanis están contentos en España. Estudian electricidad y fontanería respectivamente y sueñan con dejar algún día de ser indocumentados. Es solo cuestión de tiempo. Pues ambos están perfectamente integrados. Con el resto de sus compañeros están montando un grupo de percusión africana en un espacio vecinal en la plaza de Legazpi abierto a todos. Su intención, hacer un grupo mestizo entre africanos y españoles. También participan con charlas y actividades en centros escolares, donde cuentan su testimonio y, cómo no, sacan música de sus tambores. «Los chicos salen alucinados», dicen. En el caso particular de Georges su integración es más evidente todavía, pues forma parte de un equipo de rugby de Orcasitas –de ahí el vendaje que lleva en las fotos–. Le apasiona este deporte y en su habitación, que comparte con Michelle, las botas y dos balones ovales ocupan un lugar de privilegio en medio de un orden exquisito.

Stanis se retira a su cuarto y Georges nos acompaña hasta la puerta. Nos abraza, nos da las gracias porque, para él, contar su historia también es una especie de liberación, de sacar todo el sufrimiento contenido y que, para la mayor parte de los mortales, sería insufrible.

Fuera llueve. No hay colas de fieles ni Policía custodiando las calles ni vehículos de asistencia sanitaria como el viernes alrededor de la basílica de Medinaceli, sí el Cristo rescatado en la vida de Georges, Stanis, Mamadou, Michelle

Fran Otero (Alfa y Omega)

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