Te diré mi amor, Rey mío

¿Qué le dice la madre a su criatura, al niño pequeño a quien cubre con sus besos sonoros?
“¡Rey mío!” Y, al decírselo, el alma se le va por los labios, el río del amor le sale por la mirada.

Te diré mi amor, Rey mío

Así han cantado en la liturgia los santos al Niño, Dios hecho carne, al cuerpecito que en pajas yace.

Recordad a Francisco de Asís aquella noche en la montaña de Greccio, Misa de medianoche, con un pesebre de heno, el buey y la mula, las antorchas.

“La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres y para los animales… Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel… Cuando le llamaba “niño de Bethleem” o “Jesús”, se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara su paladar la dulzura de estas palabras” (Tomás de Celano, Vida I, XXX, 85.86).

Te diré mi amor, Rey mío...

Pero este cariño, cantado al Dios encarnado, es adoración profunda, uniendo en este homenaje a la creación entera, ángeles, tierra y animales.

El Rey Niño es el Señor Soberano y Esposo.

“Mientras el Rey descansa en su diván, mi nardo exhala su fragancia” (Cant 1,12).
La Virgen de las vírgenes, los mártires, la Iglesia esposa adoramos al Rey ahora, aquí, en al tarde navideña, en la paz de la liturgia, para adorarle en la vida, Hermano entre los hermanos.

(Nota. El versículo final hace alusión a un villancico popular, muy conocido en la tradición capuchina: Bienvenido a nuestro Valle, Pastorcillo celestial)

Te diré mi amor, Rey mío,
en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos
y los corazones se abren.

Te diré mi amor, Rey mío,
con una mirada suave,
te lo diré contemplando
tu cuerpo que en pajas yace.

Te diré mi amor, Rey mío,
adorándote en la carne,
te lo diré con mis besos,
quizás con gotas de sangre.

Te diré mi amor, Rey mío,
con los hombres y los ángeles,
con el aliento del cielo
que espiran los animales.

Te diré mi amor, Rey mío,
con el amor de tu Madre,
con los labios de tu Esposa
y con la fe de tus mártires.

Te diré mi amor, Rey mío,
¡oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad,
que has venido a nuestro Valle! Amén.

Este poema, compuesto en Burlada (Navarra) en diciembre de 1978, ha tenido la fortuna de pasar al libro de la Liturgia de las Horas como himno cotidiano de Vísperas en tiempo de Navidad, tanto en España como en América.

Rufino María Grández, capuchino (letra) Fidel Aizpurúa, capuchino (música), Himnos para el Señor. Editorial Regina, Barcelona, 1983, pp. 53-56).

 

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