Fr. Francisco Javier Moreno

Fr. Francisco Javier Moreno

Si tuviese que elegir el momento culmen, sería el de la propia profesión perpetua, cuando leí la fórmula de la profesión escrita de mi puño y letra en manos del Ministro Provincial y te entregas, de esta manera, a Dios, a la Iglesia y a la humanidad a través de la fraternidad capuchina que te acoge y te da su calurosa bienvenida.

Javier, nos gusta comenzar con una sencilla presentación. Cuéntanos quién es Javi.
Me llamo Francisco Javier, soy un hermano capuchino nacido hace 41 años en Palencia, una ciudad histórica, bella y acogedora en su pequeñez y humildad. De padre pamplonés y madre palentina, pertenezco a una familia no muy extensa, católica y bien avenida. Tampoco mejorará la extensión en el futuro, porque mi hermano Ignacio comparte también la vocación franciscano-capuchina y, además, tenemos tan solo una prima carnal en la familia, Laura, en quien están depositadas todas las esperanzas para la perpetuidad del apellido paterno Moreno. 

Respecto a mi infancia, comencé la etapa infantil en un colegio de las religiosas dominicas, pasándome poco después a los Maristas –no ofrecía esta etapa educativa–, dado que el colegio estaba a pocos metros de mi casa. Recuerdo esta etapa de mi infancia y niñez como la mejor de todas las que hasta ahora he vivido. De pequeñajo me llamaban “Javierito”, era tranquilo y obediente, vivía absolutamente feliz, me recuerdo integrado, sin grandes preocupaciones, al tiempo que demostraba una naturalidad pasmosa. No es que fuese un gran estudiante, pero sin grandes esfuerzos y con poca atención toreaba con agilidad, saliendo airoso de la responsabilidad del estudio en aquella época de mi vida. Me encantaba coleccionar y jugar con los coches de metal a escala (la marca Buraggo era mi favorita), simulando el tráfico, un accidente, la llegada de los primeros auxilios, etc. 

Como anécdota, contaros que de pequeño era ambidiestro, pero la profesora religiosa en seguida me orientó a escribir con la derecha. En fin, aunque residualmente, me he salido con la mía, pues manejo la zurda algo mejor que la media de los mortales que escriben con la diestra. 

¿Qué detalles nos puedes contar sobre tu vocación?
¡Esta va a ser buena! De raíces familiares cristianas, en la etapa de la adolescencia dejé un poco de lado la práctica sacramental dominical y la asiduidad con la que iba a la Iglesia, a pesar de que me reconocía y me sentía cristiano. 

Así, las cosas, en una Semana Santa hace ya casi diez años, sentí en lo profundo de mi corazón la necesidad de preparar seriamente una confesión ante el Señor, pidiendo perdón por todos los errores y desmanes que había cometido en la etapa anterior. Buscando una confesión en varias iglesias sin encontrar confesor, recalé en el convento dominico de mi ciudad, precioso por cierto. Allí me encontré con un fraile mayor sentado de frente al Sagrario, en actitud orante, que accedió a confesarme. Para mi sorpresa –había preparado la confesión a conciencia–, no pronuncié ni tan solo una de mis faltas, pues este dominico (P. Bravo) repasó la tabla de la ley revelada a Moisés en el Sinaí, dejándome asentir tan solo con la cabeza como muestra de mi arrepentimiento. Allí experimenté intensamente el amor incondicional y absoluto de Dios, como si no hubiese ninguna espina en mí, hasta el punto de relatar a mis padres y hermano que no había recibido semejante cariño de ningún otro humano, díganse padres o abuelos como referencia afectiva. 

Comencé a asistir a las misas dominicales en los Dominicos y, poco a poco, me fui envolviendo en la atmósfera eclesial de la piedad y la práctica sacramental. Seguía confesándome con este dominico, que seguía de cerca ilusionado aquella que podía ser una nueva vocación dominica. 

Entre tanto se cruzó el Padre Pío, conociendo de este modo particular y singular la que sería a la postre mi vocación definitiva capuchina que confirmo cada día de mi vida, aun en mi fragilidad existencial. Este confesor dominico, con fama de santidad en Palencia, aceptó como de Dios esta vocación franciscana, aún sintiéndolo en su corazón, pues como me decía sonriendo, pensaba que me recalaría en las filas de la orden de predicadores. ¡Señor, creo en ti! Me decía como oración simple y llana que cualquier creyente en cualquier espacio puede elevar con su mirada y corazón a Dios. Desde ahí, comienzo mi andadura y discernimiento vocacional con los Capuchinos, comenzando el aspirantado en Valladolid, el postulantado en Granada, el noviciado en El Pardo (Madrid) y la etapa formativa del postnoviciado en Bilbao, donde finalicé la teología, y regreso al Pardo, donde hice recientemente la profesión perpetua.

 

¿Qué es lo que destacarías de esta vocación?
Muchos jóvenes andan un poco perdidos y quizás sientan algún tipo de llamada pero no son capaces de identificarlo.

Y entonces... ¿Qué mensaje darías a esos jóvenes? De esta vocación destaco, especialmente, a nuestro fundador san Francisco, patrimonio de toda la humanidad, fanático –en el mejor sentido– de Jesús, loco de los misterios de la Encarnación y de la Cruz, amante de lo humano, de los hermanos y de los más desfavorecidos, místico contemplativo de la Creación y gran animador espiritual de los hermanos y de las hermanas. Todo ello le fue certificado con la estigmatización en la Verna, que bien pocos lo pueden contar en la historia de la humanidad. Desgraciadamente, ¡qué poco se conocen sus Escritos! La Verdadera Alegría, la Carta a un Ministro, su Regla y Testamento… Ante este apabullante testimonio y santidad, no cabe otra alternativa que no sea el agradecimiento a Dios por habernos agraciado con este gran santo medieval que, junto a santa Clara, provocó todo un polvorín evangélico, eclesial y fraterno en la pequeñita ciudad de Asís y que continúa siendo tal 800 años después. ¡Casi nada para el cuerpo!

Por lo que respecta a los jóvenes, mientras hacía en Milán un curso de italiano en septiembre, una jovencita estudiante francesa con la que congeniaba particularmente bien, sabiendo que era religioso, me confesó que tenía curiosidad en conocer un poco más de Jesús y de la religión cristiana, aun careciendo de fe en Él. ¿Qué hago pues?, me espetó mientras comíamos juntos en la escuela, mirándome expectante al tiempo que masticaba. 

Le respondí súbitamente: si de verdad quieres conocer a Jesús, te diría que leyeses directamente un Evangelio, el de Marcos, que es el relato evangélico más próximo al tiempo de Jesús y el que tiene una tradición “menos elaborada”. Y que lo leyeses despacio, a solas, en un espacio plácido, disfrutándolo, imaginándote un poco aquel contexto narrado. Rápidamente apuntó en su móvil. Y te recomendaría otra cosa, le dije.

Si quieres conocer un poquito más de cerca el ambiente que se vive en la religión cristiana, en la misa, la predicación… contacta con una parroquia animada por los franciscanos ¡cuánto mejor si fuesen capuchinos!, pues tenemos una espiritualidad dinámica, atrayente, fraterna y muy humana. Por mi parte, continúo rezando por esta muchacha, para que descubra en Jesús el rostro amoroso de Dios a quien confiar su vida por toda la eternidad.

Volvemos a tu historia Javi. ¿Qué sentiste en el Pardo el día de tu profesión?.
¿Qué sentí? Una variada amalgama de sentimientos y emociones que atraviesan todo tu cuerpo de arriba a abajo sin que los puedas clasificar de una forma organizada y racional. Resuena especialmente en lo profundo del corazón el agradecimiento a Dios y, en él, a todos aquellos que han hecho posible que el discernimiento de tu vocación arribe a este puerto franciscano: la familia, las diversas mediaciones, la fraternidad capuchina, así como aquellos hermanos que han dejado su huella fraterna en mi vocación y que son tan especiales para mí. 

Con especial intensidad recuerdo el momento en el que se cantan las letanías de los santos, permaneciendo postrado en el suelo con los brazos extendidos en cruz. Exactamente esto es lo que solicitamos de Dios en nuestra vocación cristiana, conformarnos con Cristo pobre y crucificado. Justamente aquella intimidad con el Señor con que fue agraciado en grado sumo San Francisco. Si tuviese que elegir el momento culmen, sería el de la propia profesión perpetua, cuando leí la fórmula de la profesión escrita de mi puño y letra en manos del Ministro Provincial y te entregas, de esta manera, a Dios, a la Iglesia y a la humanidad a través de la fraternidad capuchina que te acoge y te da su calurosa bienvenida. 

En definitiva, saberte en las manos de todo un Dios que te ha llamado personalmente a seguir a su Hijo y a servir a la Iglesia a través de san Francisco, con toda la responsabilidad que ello conlleva. Algo que habrá que recordar cada día nuevo que amanezca, especialmente en aquellos días tan propios de Castilla en que la niebla dificulta la visión y entristece un poco el alma, por más que sepas a ciencia cierta que por encima de ella brilla el sol en todo su esplendor. 

 

¿Qué es ser capuchino en el siglo XXI y en concreto en estos tiempos convulsos?
En mi particular mirada de fe, ser capuchino en el siglo XXI es abrazar evangélica y fraternamente toda la realidad que te circunda, por más variada y variopinta que pueda ser actualmente. 

Es practicar una caridad de proximidad y cercanía con todo aquél que participa de tu misma humanidad y realidad social, especialmente con los más sufrientes y desfavorecidos. Es volcar tu corazón en todo lo que realizas, implicándote en aquello que Dios te pide cada día, que no es otra cosa que amar a tus hermanos y hermanas, abriéndoles tu corazón a la franciscana sin condiciones ni prejuicios. Es cultivar una sensibilidad optimista, asistiendo estupefacto cada día al milagro de la vida que se desvela a tu alrededor y que, desgraciadamente, pasa tantas veces inadvertido como si lo diésemos por supuesto y lo pudiésemos exigir como un derecho ya conquistado. Es asistir a la celebración eucarística de acción de gracias cada día, presentando ante el altar las ofrendas que trae tu corazón y la de todos aquellos que comparten contigo su destino en Jesús de Nazaret (cf. GS 1). Es teologizar la propia vida, construyendo fraternamente el Reino de Dios, dejando que Él te introduzca en su propio misterio de Amor por caminos ciertamente inusitados, que nuestra ceguera no permite tan siquiera atisbar (cf. Is 42,16). 

Ser capuchino en este siglo XXI es, definitivamente, acariciar delicadamente la realidad histórica en que vives inmerso, por más convulsa que ésta sea y parezca, haciéndonos uno con el salmista que, orando, proclamaba: “aunque –aparentemente– la higuera no echa yemas y las viñas no tiene fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios, mi salvador” (Hab 3,17-18). 

Háblanos sobre tu ocupación actual, ¿Qué estás haciendo ahora?
Actualmente estoy cursando una licencia de Teología Dogmática en la universidad jesuita Gregoriana de Roma. Para todos aquellos lectores a los que resulte un poco ajeno toda esta temática así descrita, sería algo así como la reflexión teológica que surge a propósito de aquellas verdades de la fe cristiana, surgidas de la Tradición de la Iglesia y afirmadas como veraces por la autoridad magisterial eclesial. Esta reflexión teológica se propone dar razón de nuestra propia fe y esperanza cristianas (1 Pedro 3,15), en colaboración con el resto de las disciplinas teológicas –bíblica, patrística, teología fundamental, moral, pastoral, etc.–, a fin de dotar al creyente cristiano de una serie de herramientas teológicas y doctrinales –una especie de cartografía de la fe- que le permitan penetrar más fácilmente en el misterio de Dios en su propia realidad particular. 

Dentro de la Teología Dogmática curso la especialización en Antropología-Teológica (y Escatología), que se propone la investigación teológica de todo aquello que versa sobre las condiciones de posibilidad creaturales del ser humano para acoger, asistido por el Espíritu Santo, la autocomunicación amorosa que Dios le ofrece a través de Jesús de Nazaret. 

Esta dedicación al estudio en Roma es para mí un tiempo de gracia que el Señor, a través de la mediación de los hermanos, me ha regalado y que, sin duda, pondré al servicio de la fraternidad y de la Iglesia en el modo que Dios prevea. 

¿Qué mensaje ofreces a la familia capuchina y a nuestros lectores?
Básicamente les ofrezco un mensaje cargado de un optimismo antropológico de máximos, de una confianza sostenida y de una viva esperanza en nuestra fe cristiana que nadie ni nada nos podrá arrebatar si la nutrimos y la cuidamos cada día. Les ofrezco una relectura de la realidad basada en la convicción de que todos los acontecimientos de la historia son, a la postre y en su conjunto, historia de salvación. De que, gracias a Dios, todo cobra un sentido pleno para nosotros, incluso cuando no acertamos en la inmediatez a desentrañarlo. Pues, ¿cómo hemos releído la trágica muerte de Jesús de Nazaret en la cruz? Por cierto, la muerte más ignominiosa que se pudiese imaginar de un hombre, “maldición de Dios” en aquel contexto judío (Dt 21,22-23). Muy al contrario, los cristianos, unidos a la experiencia del propio apóstol san Pablo, proclamamos: “Y esto fue así para que la bendición de Abrahán llegara a los gentiles, a través de Cristo Jesús, y para que, por la fe, recibiéramos el Espíritu de la promesa” (Gal 3,13). 

El lenguaje propio del cristianismo habla de gracia, de don, de santidad, de promesa, de perdón, de gratuidad y de fraternidad. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” afirma san Pablo (Rm 5,20). Ciertamente sobreabundó mucho antes ya del pecado, que es histórico, y también después. 

Mantengámonos en guardia, queridos hermanos y hermanas. No bajemos de ningún modo los brazos. Jesús no se interesó demasiado en su vida histórica por la estadística, ni por las cifras ni por los ratios de eficiencia. Tan solo se dedicaba a escuchar el latir del corazón de la humanidad, dirigiéndose al registro más radical e íntimo de las personas: “Zaqueo, baja pronto; conviene que hoy me quede yo en tu casa” (Lc 19,5); a Simón y Andrés: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Mc 1,17). Y continúa interpelándonos hoy con su palabra resucitada, tal y como le interpeló estando resucitado a Pedro, espetándole: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” (Jn 21,15).

Y por último… ¿qué olvidé preguntarte y quieres compartir con nosotros?
Comentaros finalmente, queridos lectores, que el 17 de diciembre seré felizmente ordenado diácono en la preciosa catedral gótica de la ciudad que me vio salir a la luz de mis días. Habiendo realizado el debido discernimiento con los hermanos, me siento llamado por Dios a ejercer, como hermano menor capuchino, el ministerio sacerdotal en la Iglesia de Cristo. A celebrar los sacramentos con viva fe y gran devoción, tal y como San Francisco los celebraba (cf. Admonición 1). A acompañar fraterna y sencillamente a las personas en su propia realidad social e histórica, escuchando activamente su testimonio vital y su experiencia de Dios. A predicar y testimoniar el Evangelio y la Palabra de Dios, siendo plenamente consciente de que se han consignado fiel e infaliblemente para nuestra salvación (cf. DV 11). A cuidar caritativamente de los más desfavorecidos y de aquellos que sienten en su corazón y en su vida los embates de una realidad que, por diversos motivos, para nada les es propicia. 

En definitiva, a entregarme en mi vocación capuchina con responsabilidad, madurez y alegría. Alegría salvífica porque, a pesar de mi fragilidad personal, tal y como expresa san Pablo, “Abrahán creyó en Dios y le fue reputado como justicia” (Rm 4,3). Todo ello con responsabilidad y madurez, a fin de implicarme proactivamente en un itinerario permanentemente inconcluso de transformación y cristificación, pues como exhorta el libro del Apocalipsis: “que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose” (Ap 22,11).

Luis López
Coordinador de Capuchinos Editorial

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