Hoy es Beato Inocencio de Berzo

Inocencio de Berzo es ciertamente un fraile humilde… Es un santo esquivo, retraído, un santo huidizo, más que manifestarse abiertamente, es un santo que simplifica el trabajo del historiador y del orador. Luego resulta difícil hablar de él… Falta en su vida un brillo de las acciones y de los hechos, se caracteriza por servir a todos sin oponerse a nada. Esta fisonomía de humildad, pobreza, renuncia, es espléndida en el Beato Inocencio de Berzo. Quien desee verdaderamente conocerla, que no ponga de relieve otras virtudes u otros aspectos, que vaya directamente a la más auténtico y, diré, al más fiel retrato, que es éste: el del anonadamiento, el de la humildad. Nosotros, hombres modernos, que vivimos en una sociedad que revaloriza otros aspectos bien distintos de la vida, nos sentimos poco familiarizados con él, nos sentimos confusos y queda en evidencia su diferente estatura… Nosotros aventajamos a todos nuestros bienes, lo que somos, lo que queremos, lo que podemos”. 

Beato Inocencio de Berzo
Así hablaba de nuestro beato el cardenal Montini, luego Pablo VI. ¿Qué más podemos añadir a este retrato? Ciertamente, al leer estas palabras del cardenal Montini, sentimos la tentación de no seguir acercándonos a la figura de Inocencio de Berzo. Pero es solo una tentación, porque, al conocerle, su vida nos atrae.
 
Estos son los datos fríos de su biografía. Nace el 19 de marzo de 1844. A los tres meses queda huérfano de padre. Un tío materno se hará cargo de él, como si fuera su hijo, y se preocupa de darle una esmerada formación. Adolescente aun, decide ingresar en el seminario de Brescia, siendo ordenado sacerdote en 1867. Después de ejercer el ministerio sacerdotal durante algunos años, buscando una perfección mayor, ingresa en el convento de los capuchinos en 1874. Después de emitir la profesión perpetua es nombrado vicemaestro de novicios, quedando sin oficio al trasladar el noviciado. La obediencia le lleva al convento de Milán para ayudar en la redacción de la revista Anales Franciscanos. Sin embargo, al año, vuelve a ser trasladado al convento donde había comenzado su vida capuchina, dedicado al ministerio del sacramento de la reconciliación, a la limosna y a los diversos servicios fraternos. La última tarea que le encargan los superiores es la predicación de los ejercicios espirituales en los principales conventos de la Provincia (1889). Solo consiguió hacerlo en dos de ellos. La tensión que el encargo le supuso, le hizo enfermar gravemente, muriendo en la enfermería de Bérgamo el 3 de marzo de 1890.  
 
Lo anterior son eso, datos fríos. Detrás de ellos hay un proyecto: el que, desde bien joven, Inocencio se formuló: ser santo a toda costa. Toda su vida será una obediencia a este proyecto. Al servicio de este proyecto puso todo su esfuerzo: su humildad y alegría, unidas las dos, manifestadas de manera especial en sus relaciones con los hermanos, y esto ya desde el noviciado; su devoción a la Eucaristía que los años de la adolescencia fue el punto de partida y el fundamento de su encuentro con el Señor y en el convento se hizo imprescindible; su amor apasionado a Cristo crucificado y su deseo ardiente de ajustar su vida a los dolores de Jesucristo, porque estaba convencido de que “quien huye de la cruz, escapa de la Resurrección”; su confianza en Ella, la Madre del cielo, a la que confía toda su vida; su entrega al servicio de los pobres y necesitados a los que dará lo que tienen y aun lo que no tiene y a los que dedica su atención y sus cuidados más exquisitos. Y todo esto vivido desde el segundo plano, desde la búsqueda consciente, como ha dicho un biógrafo, de “ser nada por amor”.
 
Juan XXIII, que lo proclamó Beato el 12 de noviembre de 1961, lo definió como “un santo moderno para nuestro tiempo”. Construyó su vida sobre un esfuerzo continuo por hacer en sí mismo el vacío y dejar que solo Él, Dios, lo llenara completamente. Al final podrá decir con toda verdad como Francisco de Asís: “¡Dios mío y todas mis cosas!”.
 
Jesús González Castañón
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