Hoy es Beato Jeremías de Valaquia

El mes de mayo es un mes de santos franciscanos, con nombres como San Félix de Cantalicio, San Bernardino de Siena, San Ignacio de Láconi, San Leopoldo Mandic de Castelnuovo, San Crispín de Viterbo. Cualquiera de ellos nos ofrecería un mensaje plenamente actual. Sin embargo nos fijamos en alguien más sencillo, sin apenas relevancia, alguien que no ha llegado aun a la declaración solemne de su santidad: el beato Jeremías de Valaquia.

Beato Jeremías de Valaquia

Nació nuestro beato en Tzazo (Rumanía) en 1556. Su familia pertenecía a la minoría católica que vivía en medio de una mayoría ortodoxa y musulmana. De sus padres, especialmente de su madre, aprendió a vivir con sinceridad su vida cristiana. Su madre despertó en él el deseo de viajar a Italia, porque, decía ella, “allí estaban los buenos cristianos y donde los monjes eran todos santos y estaba el Papa, vicario de Cristo”. 

Con este convencimiento, a los dieciséis años, hablando solo el dialecto de su región, sin más equipaje que su fe y ese convencimiento materno, se puso en viaje a Italia, donde llegó después de mil peripecias. Y lo que encontró allí no casaba con la enseñanza que su madre le había transmitido: no parecían muy buenos cristianos aquellas gentes con las que se topó. Estaba dispuesto a volver a su tierra cuando dio con un fraile capuchino que le hizo cambiar de idea. En 1578 ingresó en el noviciado de los hermanos menores capuchinos, que para él eran los “buenos monjes”, donde le cambiaron el nombre de bautismo, Jon Stoika, por el de Jeremías de Valaquia. Después de desempeñar diversos oficios, de 1585 hasta su muerte (1625) el cuidado de los enfermos fue su tarea fundamental. Una tarea en la que el amor, la ternura, la cercanía, la misericordia fueron las actitudes que desempeñó. Recordaba siempre las palabras que el padre San Francisco había escrito en la Regla: “Y, dondequiera que estén y se encuentren los hermanos, se muestren familiares entre sí el uno con el otro… Y, si alguno de ellos cayere en enfermedad, los otros hermanos deben servirlo como querrían ellos ser servidos”. Al final de su vida, podrá decir con toda verdad: “Señor, te doy gracias porque siempre he servido y nunca he sido servido, siempre he sido súbdito y nunca he mandado”.
De su vida podemos destacar cuatro rasgos de plena actualidad:

Misericordia:
Fue el eje fundamental en su vida. Los largos años pasados al cuidado de los enfermos estuvieron marcados por esta actitud que se convirtió para él en principio fundamental. Y eran precisamente los más difíciles de cuidar, por la razón que fuera, a los que dedicó más atención, más cariño, más cuidado. Por eso, a su muerte pudieron decir con verdad: “Nosotros hemos llorado por él muchas veces, como si hubiese sido nuestra madre”. 

Alegría:
Es otro de los rasgos que destacan sus biógrafos. Era portador de una alegría que nacía de lo más íntimo de sí mismo y se trasladaba a los demás. Con sus palabras sencillas y transparentes comunicaba alegría a los que le rodeaban, a los enfermos que cuidaba, a las personas que se acercaban a él buscando consuelo.

Servicio:
Toda su vida encuentra sentido desde esta actitud. No fueron solo los enfermos los destinatarios de su servicio. Todos los otros frailes experimentaron sus desvelos y su cercanía. A uno le ayudaba en el desempeño de su trabajo. A otro le prestaba consuelo cuando estaba triste. 

Generosidad:
Quizá no sea la palabra más adecuada, pero puede servirnos para entender una dimensión fundamental en la vida del Beato Jeremías: su capacidad para dar, para acompañar al necesitado, para acoger al que se acercaba a él. “A los pobres hay que darles siempre de limosna lo que nos gusta y no lo que nos disgusta; hay que darles lo mejor”, decía y hacía realidad en su vida.

Otro mundo es posible”: la frase la hemos repetido muchas veces, quizá sin mucha convicción. El Beato Jeremías nos dice que es posible, si intentamos construirlo sobre estos ejes.

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