Quiero anunciaros, por medios de estas líneas, la celebración de un centenario, el del nacimiento de nuestro hermano Capuchino Alejandro Labaka. Sí, el nació el 19 de abril del año 1920. Su lugar de nacimiento fue el caserío de un pequeño pueblo de Gipuzkoa, llamado Beizama. Este caserío está situado junto a la iglesia del pueblo y en esta iglesia fue bautizado el mismo día de su nacimiento. O sea, que ese mismo día Alejandro nació dos veces: a la vida de todos los mortales y a la de los seguidores del Cristo entregado por nosotros.
Recuerdo la frase que el año pasado repetíamos una y otra vez y que expresa nuestra propia realidad de bautizados: misioneros por bautizados. Y este lema lo vivió Alejandro desde su más tierna infancia.
El entró a formarse en nuestra orden a los trece años. Su hermano Manuel ya lo había realizado anteriormente. Su entrada en el seminario menor de Alsasua ya supuso para él el tomar contacto con una cultura diferente a la que hasta ese momento había vivido. Tuvo que hacer una inmersión en la cultura exclusivamente castellana del seminario cuando hasta ese momento sólo se había expresado en euskera (vasco). Además, con unas reglas de vida que irían moldeando su carácter y criterios de vida.
Fue realizando el camino preparatorio a su ordenación en distintos lugares de Navarra y Zaragoza, hasta ser ordenado sacerdote.
A los 27 años, en 1947, es destinado a la misión de Pingliang, en la zona de Kansu, “la misión más pobre y difícil” de China. El enamoramiento de Alejandro con aquel país duraría el resto de sus días, aunque su estancia en el país asiático fue de seis años.
En 1953 sería expulsado y destinado a Ecuador. Alejandro fue a Ecuador con 33 años. Después de vivir en varias regiones del país, llegó a la Misión de Aguarico en el año 1965. Pasó unos años en Guayaquil, transcurridos los cuales, regresó al Vicariato como un misionero más, donde fue ordenado obispo en 1984.
Tras haber conocido el resto de Ecuador, Alejandro quedó fascinado por el mundo amazónico, las culturas indígenas y el gran entorno de la selva. En 1976, Alejandro contactó con un grupo waorani. Es su último gran descubrimiento personal. Como él mismo escribió, se sintió fascinado por su historia y forma de vida. Desde ese momento se dedicó a convivir temporadas con ellos, a aprender su idioma y su cultura y a constituirse muchas veces en la voz de los sin voz.
Alejandro e Inés –compañera inseparable de Alejandro- como buenos misioneros, tuvieron que penetrar en las distintas culturas indígenas del entono amazónico, antes de poder luego ser uno más entre ellos. Junto a Inés, dedicó sus últimos meses especialmente, a la defensa de un pequeño grupo indígena, amenazado por las invasiones de la selva y la explotación petrolera.
Gracias a estos pueblos, la Amazonía se ha cuidado. El mal llamado desarrollo está saqueando, contaminando, destruyendo la vida y la Amazonía.
Los pueblos indígenas son un estorbo para los intereses de las grandes compañías. Para ellas son invisibilizados, no existen; por eso corren un grave peligro de ser exterminados. No admiten que unos cuantos indígenas tengan tantos bienes. Lo suyo es la explotación del petróleo, lo que arrastra consigo un gran problema.
El 21 de julio de 1987, Alejandro e Inés, para evitar un enfrentamiento violento entre grupos petroleros e indígenas, entraron a contactar con un grupo que aún no lo había sido nunca. Al día siguiente, los cuerpos del obispo Alejandro Labaka y de la Hermana Inés Arango, fueron encontrados alanceados en la selva y sus cuerpos trasladados y enterrados en la catedral de Coca. Para Alejandro, vivir como cristiano, según el evangelio, era una aventura que merecía la pena vivir.
El 19 de abril, en Beizama y en la eucaristía de las 10 de la mañana, recordaremos a Alejandro en el centenario de su doble nacimiento.