El tiempo aleja la figura de Alejandro Labaka hacia ese fondo brumoso de la historia. Tal vez difumina este personaje, lo vela y desvanece para muchos ecuatorianos. No para mí. Le agradeceré siempre que un día me invitara a vivir con él en ese mundo fascinante de la amazonia ecuatoriana.
Fascinante, por cierto, es un epíteto que aprendí en sus escritos, al menos para aplicarlo, a su estilo, a gentes como los waorani. Alejandro adjetiva así, en una de las páginas de CRÓNICAS HUAORANI, la sensación que le causa el estar unos días entre ellos. La vida en el interior de un grupo wao que apenas, hasta entonces, había tomado contacto con nadie, fuera de los suyos. Recordémoslo: unas gentes que eran el terror de sus vecinos indígenas y de los trabajadores petroleros. Que utilizaban sus lanzas con mucha determinación, como muestra un buen número de víctimas por esas fechas, y con los que, pese a todo, él se fue a convivir de primeras, sin más protección que su aparente ingenuidad.
Ahí asoma una de las características más notables de ese personaje, por otro lado, nada ducho en estudios y tertulias antropológicas. No se ha de olvidar que eran tiempos convulsos y apremiantes en Ecuador. Por entonces la vida de esas gentes selváticas, opuestas a las exploraciones petroleras, valían poco más que nada. Eran pocos y estaban en el filo del exterminio. Y esto, su eliminación, no era literatura, sino rigurosamente lo que estaba pasando. Eran tiempos bravos, donde casi nadie en el país prestaba demasiada atención a las muertes en la selva oscura y profunda. Cierto es que en Quito hacía ruido los llamados líderes indígenas y algunos aliados suyos, que se ejercitaban en las incansables denuncias. Pero eran un saludo al sol. Los denunciantes no solían pisar la selva; ninguno de ellos sabría señalar en un mapa la localización aproximada de los grupos ocultos en peligro.
Todo eso le parecía a Alejandro juegos florales. Él procedía de otra manera: se aproximaba a esas personas amenazadas en cuanto le era posible. Había que estar donde se cocinan las papas. Servir de puente entre intereses contrapuestos y, si eso no resultaba, de escudo para los más débiles. Por eso, su forma de aprender y reflexionar era, con el mayor respeto, convivir con ellos. Hacían falta muchos redaños para eso. Pero es que la valentía física era una cualidad que, de tan evidente en él, ya no sorprendía. La valentía es un bien muy escaso; con frecuencia inversamente proporcional a la facilidad de algunos para los discursos y las denuncias. En sus éxitos evidentes, que los tuvo; probablemente también en su muerte postrera, en Alejandro hay que contar con esta singularidad tan propia.
Pero lo suyo no era solo valor, sino emoción. Utilizo la palabra en su genuino sentido latino, la emoción es un movimiento, nos traslada desde un estado anímico a otro. Y ahí se toca con otra de sus palabras favoritas que ya apuntamos: fascinación, encantamiento. Alejandro estaba encantado, hechizado con la selva y muchos de sus habitantes. No hay más que leer alguna de sus cartas. Vuelvo al paraíso verde… escribe a una amiga quiteña, desde su pueblito natal de Beizama, después de unas breves vacaciones. Beizama es un caserío vasco metido en un calabozo de montes esmeraldas; en primavera, allí refulgen todos los colores del verde. Alejandro, nutrido con esos tonos desde su infancia, nunca pensó que podrían ser superados, …hasta que llegó a la selva, esa sinfonía inacabable de colores, olores, sonidos. Desde ese momento, donde otros veían infierno verde (¡tantas veces se ha descrito así!), él veía paraíso; unos hablaban de laberinto indescifrable, y para él era el cántico innumerable de las criaturas de Dios…
Ya digo, pura emoción. Alejandro tuvo una revelación en la selva. Como diría Borges, vivió allí otro poema de los dones. El bosque como templo de infinitos sonidos musicales; como indómita comunidad de sus innumerables criaturas vegetales, animales y humanas. Como catedral del todo, de Dios. La grandeza inconmensurable de la selva lo trasladó a sentirse, él mismo, criatura; es decir, a ser, al mismo tiempo, simple ser creado, entre otros y, también, niño pequeño ante semejante grandeza. Leyendo las páginas de su diario ya citado se puede comprobar cómo este hombre fue introducido por la emoción creciente, de un estado de habitual superioridad del ser humano frente a la naturaleza, a otro de auténtica comunión, embelesado por la fuerza incomparable de la amazonia y su belleza.
Probablemente no conoció lo que Jorge Carrera Andrade dijo en uno de sus versos, con una cortesía exquisita: sólo soy un visitante. Pero lo sentía en el alma. Sólo soy un visitante. En este mundo, entre ustedes. Una visita no más. Hay personas que se sienten convidados a la fiesta de un mundo y de una humanidad que son suyos, pero que sienten que no les pertenecen. Por ello mantienen en cada circunstancia un sentido primoroso del tiempo, de la mesura: aunque en esta casa del mundo tienen mucho a su disposición, nunca olvidan su condición de huéspedes. De estrictos invitados. Según algunas sabias leyendas indígenas amazónicas, tales gentes fueron creadas por un Dios. Ellos sostienen el mundo, lo guardan, le dan calidad y calidez.
En cambio, los diablos, puestos a rivalizar con Dios en su tarea inventora, crearon los caníbales y otras plagas. Los caníbales viven desde entonces, en muchas formas, de la miseria de otros. Puede usted observarlos a su alrededor, como se ve la bandada de chimbilacos al anochecer, asaltando a los desprevenidos. Incapaces de comprender el sentido del tiempo, estos seres se creen perdurables y únicos, establecen extravagantes diferencias entre los convidados: se sienten superiores a los demás seres, devoran la vida del planeta como si fuera su botín, practican el racismo o la xenofobia, generan éxodos y migraciones.
Alejandro consiguió, con la selva y con alguno de sus habitantes más originales, como eran los grupos waorani de esos años, una conexión progresiva. No era un argumento de defensa meramente racional, el de los derechos humanos. Era bastante más que eso o, al menos, era otra percepción. Se sentía hecho de la misma materia que ese todo ilimitado que le rodeaba. Ya está dicho: hasta llegar a una suerte de encantamiento. Empujado por esa profunda emoción, como en aquella inicial página bíblica, miraba alrededor y casi todo le parecía bueno. Al menos en ese sentido, fue un poeta, si hacemos caso a lo que decía Platón: el poeta es el que dedica la vida a mirar la bondad de Dios y la de los seres humanos, y luego la comunica.
Pese a la estupefacción de los runas y colonos de la zona, llamaba a aquellos indígenas desnudos hermanos, e insistía en que se tuviera paciencia hasta que esos seres aislados comprendieran el lazo fraterno que los unía a todos. Cuando se refería a las mujeres waorani, que a veces asomaban a expoliar los campamentos petroleros, Alejandro las llamada señoras, mientras los trabajadores se burlaban a sus espaldas. Para los jefes petroleros o autoridades políticas del tiempo el colmo fue que pidiera en sus cartas: El Estado debe firmar un pacto de paz con los waorani y reconocerles sus derechos ancestrales. Se le reían por dentro, mientras le hacían venias: ¿Poner un arco iris en el cielo petrolero, un pacto con esos lluchitos? Le miraban como a un curita pintoresco y extraviado. Por esos salones oficiales de los pasos perdidos soportó innumerables desdenes. Le sonreían de frente, le despreciaban en cuanto les daba la espalda. A menudo le engañaron. En esas lides de la selva petrolera vivió rodeado de caníbales, violentos o apacibles, gentes de aparente buena voluntad que jugaban ávidamente a los negocios, a ser distraídos con el dolor ajeno y a ganar dividendos con el desfalco a los indios ocultos.
Si uno lee con atención su CRÓNICA comprueba cuánto tiene de himno, semejante al de Francisco a sus creaturas: Laudato Si… Alabado seas, mi Señor, por los hermanos waorani, porque en ellos revive la humanidad algunas de sus páginas primeras: la simplicidad y pureza del desasimiento, la libertad frente a la tiranía del acaparar. Cuando Alejandro adopta el vestido de los waorai, el desnudo, está entrando en ese mundo fascinante. Ve una manera para vivir más honda, más verdadera. Querer tenerlo todo, es no tener nada. Él no tiene nada, para estar con todos.
Por eso le gustaba especialmente aquella letra que su hermano capuchino, Camilo Múgica, había puesto a una melodía clásica: Sachapi canguimi… La selva es tu mansión, estás ahí en tus criaturas, te veo en todo.
Miguel Ángel Cabodevilla